Si durante una campaña electoral las palabras se
retuercen hasta significados imposibles (el aborto posparto, del que habló
Suárez Illana, por ejemplo), en los análisis de los resultados de las
elecciones los números pintan realidades increíbles: 2 + 2 pueden ser 4 o 22, o
este 2 ha de contarse como 8 por la fuerza del viento en esta provincia ventosa
y como 100 en aquella región con lengua propia.
The
Washington Post mantiene una sección dedicada a la
comprobación de los datos y del contenido de los mensajes del presidente Trump,
que son calificados con una unidad de medida muy popular: el Pinocho. Algunos
medios de comunicación españoles han seguido una iniciativa similar. Aunque al
bulo y la mentira se les llame fake news,
fake
o “verdades alternativas”, el bulo y la mentira son lo que son. Pero se ha
impuesto la teoría de que no importan los hechos ni los datos sino que importa
el relato, cómo lo cuentas para que le guste a una mayoría.
En la vida cotidiana la
metonimia nos resulta muy práctica porque nos ayuda a comunicarnos con pocas
palabras, sin necesidad de entrar en detalles prolijos, pues con una parte
designamos el todo o con el todo aludimos a una parte. Pero el abuso de la
metonimia tiene efectos muy similares al consumo de LSD: la realidad se
distorsiona.
Cuando murió la Duquesa de
Alba (noviembre de 2014), El Correo de
Andalucía tituló en portada sobre una foto a toda página de Cayetana de
Alba: “Sevilla llora a la Duquesa valiente”. Con el nombre de una ciudad
(690.000 habitantes) y de una provincia (1.940.000) se refería el periódico
sevillano a unos cuantos miles entre curiosos, desocupados y desclasados, que
hicieron cola para visitar la capilla ardiente, y a unas decenas más del rancio
abolengo latifundista, monárquico y católico. Seguramente en el periódico
pensaron que este relato resultaba menos atractivo que el que resumía su
portada.
Los adictos a los tópicos y
los nacionalistas (otros adictos) son los mayores consumidores de metonimia. La
adicción de los primeros proviene de la pereza mental y les provoca una
capacidad asombrosa para opinar sobre cualquier tema. Son los líderes
indiscutibles de las reuniones familiares. Suelen ser inofensivos, aunque muy
cansinos.
En la primera acepción de
nacionalismo del Diccionario de la lengua
española encontramos los gusanos semánticos que pudren la mayor parte de su
discurso: Sentimiento fervoroso de pertenencia a una nación y de identificación
con su realidad y con su historia. Se pudre cuando “su realidad” se presenta
homogénea y única frente a la diversidad característica de las sociedades
contemporáneas. Se pudre también cuando “su historia” resulta una selección de
grandes éxitos, hitos conmemorativos adaptados a la mayor gloria de un pueblo
siempre virtuoso y orígenes legendarios convertidos en verdades verdaderas. No
pueden faltar los héroes (civiles, militares o de ultratumba). Heroínas pocas o
ninguna.
La segunda acepción también
lleva su gusano: Ideología de un pueblo que, afirmando su naturaleza de nación,
aspira a constituirse como Estado. En el juego
democrático que practicamos por esta parte del mundo, aceptamos que el gobierno
de la polis se base en la correlación de fuerzas entre mayorías y minorías
expresadas a través de las urnas periódicamente. En estos cuarenta años de
elecciones varias (municipales, autonómicas, generales y europeas), hemos
observado alternativas ideológicas en los distintos niveles de gobierno y una
representación diversa. Por lo tanto, la ideología de un pueblo (un todo) no
puede ser representada exclusivamente por una parte.
Todos los nacionalismos se
fundamentan en un pueblo, un pueblo grande, un pueblo libre. Un sistema binario
en el que la alternativa al 1 es el 0. El caso franquista de la España y la anti
España sirve de paradigma. Todas las dictaduras son nacionalistas. Cuando en un
sistema democrático el nacionalismo funde, con intencionada confusión, patria,
pueblo, partido y líder, camina por el sendero que se bifurca en dos: 1 o 0. Y
si se empeña en romper –ni cambiar, ni reformar- las reglas del juego
democrático (Constitución y demás leyes) se arrima al abismo.
La portavoz de ERC declaró tras
las elecciones de abril que “Por primera vez un partido independentista ha ganado
las elecciones generales”. Quería decir que ERC ha tenido más diputados que los
demás partidos sumadas las circunscripciones catalanas: 15 diputados, 1.015.355
votos, 24,59 %. A los partidos políticos que en las últimas elecciones
generales defendieron la independencia de Cataluña (ERC, Junts per Catalunya y
Front Republicà) les votó el 39,38%. Para llegar al 51% faltan 11,62 y al 100%
60,62. Estas sencillas operaciones de suma y resta permiten comprobar que la
mayoría votó por los partidos que no defienden el independentismo.
Con otra sencilla operación
aritmética, observamos que, si comparamos estos resultados con los de las
últimas elecciones autonómicas en las que el independentismo (ERC, Junts per
Catalunya y la CUP) alcanzó el 47,5% de los votos, han perdido 8,12 puntos.
Como Catalunya en Comú-Podem
ha defendido la convocatoria de un referéndum y no planteó en las campañas electorales el
independentismo como punto programático, aquí se les anota entre los no independentistas.
Alguno de sus representantes han apoyado o defendido el independentismo y otros
no. En las idas y venidas ha perdido líderes y miles de votos: si en las
elecciones generales de 2016 fue el partido más votado en Cataluña (12
diputados, 850.000 votos, el 24,53%), en 2019 se ha quedado en 3ª posición (7
diputados, 614.738 votos, el 14,89%).
Votación tras votación se muestra
una Cataluña que no es independentista en su mayoría. Quizá algún día lo sea. Mientras
tanto, hablar en nombre del pueblo catalán desde una parte aún minoritaria debe
considerarse metonimia lisérgica o una apropiación indebida de un nombre,
Cataluña, y de las voces de un pueblo.